In the Wake of Vaccines

By Barbara Loe Fisher
Updated February 01, 2022


A Special Report for Mothering Magazine
Issue 126, September/October 2004

(English version)

La fundadora del Centro de Información Nacional de Vacunas (NVIC, por sus siglas en inglés) presenta dudas profundas sobre la relación entre la expansión de enfermedades crónicas y el aumento de la vacunación infantil.

Estados Unidos y sus hijos están en el medio de una epidemia de enfermedades crónicas y discapacidades. Hoy, el Centro de Control de Enfermedades (CDC) reconoce que uno de cada 166 niños estadounidenses es diagnosticado con trastornos de tipo autista 1. En 1970, el autismo afectaba a cuatro de cada 10.000 menores 2. En 1991, 5.000 niños autistas estaban matriculados en el sistema de escuelas públicas; en 2001, el número había crecido a 94.000 3.

Hoy, el CDC informa que 9 millones de infantes estadounidenses menores de 18 años padecen de asma 4. En 1979, el asma afectaba aproximadamente a 2 millones de niños con menos de 14 años 5.

Hoy, se considera que casi 3 millones de niños en las escuelas públicas tienen alguna discapacidad de aprendizaje. En 1976, habían 796.000 niños con problemas cognitivos en las escuelas públicas 6.

Hoy, el CDC informa que 4 millones de niños de entre 3 y 17 años de edad han sido diagnosticados con trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) 7. El gobierno recién empezó a monitorear el número de casos de TDAH y, en 1997, informó que éste afectaba a cerca de 1,6 millones de niños en la escuela primaria.

Hoy, 206.000 estadounidenses con menos de 20 años tienen diabetes tipo 1, mientras que la diabetes tipo 2 aumenta misteriosamente en niños y adolescentes. El CDC estima que 1 de cada 400 a 500 niños y adolescentes tienen diabetes actualmente 8. Entre 1945 y 1969, la incidencia de diabetes en niños de entre 6 y 18 años era aproximadamente de 1 en cada 7.100 niños 9.

Hoy, la artritis afecta a uno de cada tres estadounidenses y alrededor de 300.000 niños padecen artritis reumatoide juvenil 10. Antes, esta última era tan poco común que no se mantenían estadísticas hasta hace su reciente aumento en los infantes.

Estos trastornos cerebrales e inmunológicos que plagan a millones de los niños más vacunados en el mundo impiden que demasiados de ellos prosperen, aprendan y triunfen como las generaciones anteriores. Y nuestro país sólo empieza a entender el costo enorme que conlleva la carga de enfermedades crónicas. En Estados Unidos, el costo de servicios de salud para estas dolencias se estima en 425.000 millones de dólares al año y sigue en aumento 11.

Aún así para nuestra sociedad, los gastos actuales por las enfermedades crónicas son pocos en comparación con lo que nos costará en el futuro, cuando estos niños enfermos y discapacitados crezcan y no puedan producir y en vez de eso requieran apoyo económico durante todas sus vidas. Algunos de los más enfermos, los niños con autismo grave por ejemplo, necesitarán asistencia todo el tiempo más tarde en sus vidas, cuando sus padres envejezcan y no puedan manejar los requerimientos de sus hijos adultos 24 horas al día. En el estado de California, el costo mínimo estimado por servicios educativos a un niño autista es de 5.000 dólares por año. Sin embargo, el gasto mínimo anual de asistir a tiempo completo a un adulto autista oscila entre 30.000 y 40.000 dólares; durante toda la vida se llega a un costo increíble de entre 2 y 5 millones, dependiendo de la severidad del caso 12.

No siempre fue así. ¿Qué pasa con la salud de nuestro país? ¿Podría esto relacionarse con exponer a más y más vacunas de bacterias y virus vivos en sus primeros cinco años de vida a nuestros hijos, cuando su cerebro y su sistema inmune se desarrollan con más rapidez? ¿Podríamos estar arriesgando la integridad de nuestros sistemas inmunológicos por eliminar toda la experiencia natural que implica una infección?

Por más de 10 años, los doctores han publicado artículos médicos sobre los efectos secundarios y dañinos de las vacunas en el cerebro. La madre de todas las vacunas —contra la viruela, creada por el inglés Edward Jenner en 1796— causaba una inflamación cerebral en una de cada 3.200 personas 13. Después de que Pasteur empezó a inyectar a pacientes la vacuna contra la rabia por 1880, fue obvio que la encefalitis era un efecto secundario que afectaba a una de cada 400 personas 14. Y ya en los años 60 y 70, la literatura médica estaba llena de informes de que la vacuna contra la tos ferina causaba inflamación cerebral y muerte en bebés que recibían la DTP (contra la difteria, tétanos y tos ferina o pertusis).15,16

Los doctores y funcionarios de salud pública hablaban, en las páginas de revistas médicas, sobre el hecho de que las vacunas podían dañar los cerebros infantiles, pero los que las recibían no tenían ni idea. Las madres que llevaban a sus hijos a los pediatras tenían una confianza ciega en la seguridad y eficacia de esas inyecciones.

Enfermo después de una vacuna

Yo confiaba, no dudaba, cuando llevé a mi hijo recién nacido a mi pediatra para que recibiera las inyecciones comunes de la infancia a finales de los años 70. En esa época, me consideraba una mujer informada en ciencias y medicina. Mi mamá y mi abuela habían sido enfermeras y yo, escritora médica en un hospital universitario después de graduarme de la universidad.

Pero no sabía nada de los riesgos de las vacunas que suponía eran cien por ciento seguras y efectivas. Jamás se me ocurrió que una intervención médica diseñada para mantener sano a un niño pudiera hacerle daño. El concepto de riesgo asociado a la prevención es bastante distinto al concepto de riesgo asociado a la curación.

Como muchas mujeres que tuvieron sus hijos a fines de los 70, formé parte del movimiento de parto natural. Asistí a clases de Lamaze para prepararme para el parto sin medicamentos y sabía que iba a amamantar a mi hijo. Tomé vitaminas durante el embarazo, pero nunca tomé alcohol. Comía todas las comidas correctas y sufrí algún dolor de cabeza ocasional sin tomar una aspirina. Estaba decidida a que nada le hiciera daño al bebé dentro de mi vientre y que, cuando naciera, haría todo lo posible para darle el mejor comienzo en la vida.

Aparte de una alergia a la leche que le produjo cólicos en sus primeros meses de vida, mi hijo Chris era un bebé activo y contento que siempre quería estar con otras personas y que siempre parecía hacer las cosas precozmente. Empezó a pronunciar palabras a los siete meses y a decir frases completas a los dos años. A los dos y medio, podía identificar las letras del alfabeto en mayúsculas y minúsculas y los números hasta 20. Podía nombrar cada carta en la baraja y con ella había creado un juego de identificación para entretenerse a sí mismo y a nuestra familia. Empezaba a reconocer palabras en los libros que leíamos juntos cada día. Un doctor me dijo que era superdotado.

Recuerdo que, durante varias semanas después de la tercera vacuna de DTP, cuando tenía siete meses, Chris tuvo una hinchazón dura, roja y caliente en el sitio de la inyección. Llamé a la oficina de mi pediatra y la enfermera me dijo que era “un lote defectuoso de la vacuna” y que no debía preocuparme. Le pregunté si debía llevarlo al consultorio para otra dosis, porque creía que ella quería decir que la “vacuna defectuosa” no tenía la potencia suficiente. Quería que mi hijo estuviera protegido.

El día de su cuarta inyección de DPT y de OPV (vacuna oral contra la polio), a los dos años y medio, Chris estaba sano aunque con un poco de diarrea remanente de una constipación estomacal de 48 horas que había tenido en la playa tres semanas antes. Recién había terminado un régimen de antibióticos, porque entonces se los tomaba para todo, desde gripe hasta neumonía. El pediatra, además de la enfermera que se preparaba para inyectarlo, dijo que no tenía fiebre y que no importaba que tuviera un poquito de diarrea.

Horas después de llegar a casa, me percaté de cuan silencioso estaba Chris y subí las escaleras para buscarlo. Entré a su cuarto y lo encontré sentado en una mecedora mirando al frente, como si no pudiera verme en la puerta. Su cara estaba pálida y sus labios un poco azulados. Cuando le llamé por su nombre, sus párpados pestañearon, sus ojos voltearon hacia atrás y su cabeza cayó sobre su hombro. Era como si se hubiera quedado dormido sentado.

Fue raro—nunca lo había visto dormirse así. Cuando lo sostuve en brazos y lo llevé a su cama, era un peso muerto en mis brazos. Recuerdo que pensé que tal vez estaba tan cansado por lo ocurrido en la clínica o que quizás iba a tener una recaída por el virus estomacal. Chris durmió en su cama sin moverse por más de seis horas, durante toda la merienda hasta cuando llamé a mi mamá quien me dijo que debía intentar despertarlo.

Fui a su cama, levanté su cuerpo débil y sostuve su espalda contra mi pecho mientras nos acunamos de un lado a otro, diciendo su nombre. Pude sentir que hacía un esfuerzo para despertarse. Empezó a murmurar la palabra baño, pero no podía sentarse por su propia fuerza ni caminar. Lo llevé al baño, donde evacuó una diarrea severa y luego, otra vez, se quedó dormido sentado. Durmió por 12 horas más.

Esto pasó en el año 1980. No había recibido ninguna información de mi doctor sobre cómo reconocer una reacción adversa a una vacuna.

En los siguientes días y semanas, Chris empeoró. Ya no reconocía su alfabeto ni números y no podía identificar las cartas que antes conocía tan bien. No miraba los libros que habíamos leído juntos cada día. No podía concentrarse por más de unos segundos seguidos. Mi hijito, antes tan feliz, ya no sonreía. Ahora estaba desanimado y emocionalmente frágil, lloraba o se enojaba con la menor frustración.

El deterioro físico de Chris era profundo. Tenía diarrea constante, dejó de comer, dejó de crecer y sufrió de infecciones respiratorias y de oído por primera vez en su vida. El pediatra me dijo que era una fase por la cual estaba pasando y que no debía preocuparme. Después de ocho meses de tal recaída, lo llevé a otro pediatra. Le hicieron exámenes para detectar fibrosis cística y enfermedad celíaca, pero los resultados fueron negativos. Ninguno de los doctores sabía qué había pasado con mi hijo que se había vuelto por completo otro niño física, mental y emocionalmente.

Pasó otro año antes de que me quedara petrificada en mi cocina mirando en la primavera de 1982 el documental de la NBC “DTP: ruleta de vacunación”, ganador de un premio Emmy y producido por la periodista experta en consumo Lea Thompson. Llamé a la estación televisiva y pedí ver los estudios médicos usados para documentar el programa. Allí, en las páginas de PediatricsThe New England Journal of MedicineThe Lancet y en las de The British Medical Journal encontré descripciones clínicas de reacciones a la vacuna contra la tos ferina que correspondían exactamente a las que había visto en mi hijo en las cuatro horas luego de recibir su cuarta inyección de DTP.

Me enteré que en 1981, el Estudio Nacional de Encefalopatía Infantil de Inglaterra había informado sobre una correspondencia estadísticamente significante entre la vacuna de DTP y la inflamación cerebral que llega a convertirse en un daño neurológico crónico 17 y que el estudio UCLA-FDA publicado en Pediatrics en 1981 había encontrado que una de cada 875 inyecciones de DTP era seguida, dentro de las 48 horas posteriores, por una reacción de convulsiones o desmayo justo como la que mi hijo había sufrido 18. Mientras leía más de 50 años de literatura médica que documentaba el hecho de que las complicaciones de la tos ferina son iguales a las de su vacuna con células completas, estaba estupefacta. Me sentí traicionada por una profesión médica que había adorado durante toda mi vida.

El día que Chris tuvo su reacción a la vacuna, él debía haber estado en una sala de emergencia, no inconsciente en su cama. Siendo su madre, yo debía haber tenido la información que necesitaba para reconocer lo que le pasaba y seguir los pasos para manejarla, incluso para llamar a mi doctor y, luego, asegurarme que la reacción sea registrada en su historia médica e informada al fabricante de la vacuna y a las autoridades de salud.

A la edad de seis años, cuando Chris no podía aprender a leer o escribir, le hicieron una serie de exámenes extensivos que confirmaron un daño cerebral mínimo que tomó la forma de múltiples discapacidades de aprendizaje, incluidas retardos de motricidad fina y de memoria de corto plazo, dislexia, deficiencias en el procesamiento auditivo, trastorno de déficit de atención y otros retrasos en su desarrollo. Salió de la escuela Montessori a donde estaba asistiendo y fue puesto en un salón especial para estudiantes con discapacidades de aprendizaje en una escuela pública, donde permaneció durante la escuela y el colegio a pesar de los repetidos esfuerzos por incluirlo en el “sistema normal”.

Como adolescente, Chris tuvo dificultad en manejar las enormes diferencias entre ciertos aspectos de su inteligencia, como su creatividad y su capacidad extraordinaria de pensar en un nivel abstracto, junto con su inhabilidad de concentrarse por largos periodos u organizar y procesar ciertos tipos de información que veía o escuchaba. Estaba enojado y frustrado porque no podía hacer lo mismo que sus compañeros y tenía problemas dentro y fuera de la escuela. Luego de trabajar en una bodega y oficina de correos después de terminar el colegio, eventualmente consiguió un certificado en producción de cine y películas en un instituto donde la tercera parte de los estudiantes tienen discapacidades cognitivas y reciben apoyo integral. Ahora Chris subsiste en el mundo a través de sus capacidades creativas. Debe ajustarse continuamente debido a la desventaja cognitiva que siempre formará parte de lo que es, pero está decidido a no dejar que ésta defina lo que es él.

La reacción a la vacuna se repite

La reacción de mi hijo a la vacuna hace casi un cuarto de siglo es idéntica a las que Harris Coulter y yo divulgamos en 1985 en el libro DTP: un disparo en la oscuridad, y a las que miles de otras madres han denunciado en el NVIC durante los últimos 22 años 19. Estas madres nos cuentan cómo llevaron a niños inteligentes y sanos a sus doctores para recibir sus vacunas y, dentro de horas, días o semanas, éstos enfermaron, retardaron y se volvieron otros. Si un niño se recupera de una reacción, queda con un daño cerebral mínimo como mi hijo o sufre un daño más grave —como los casos que recibieron casi 2.000 millones de dólares en reparación bajo el Acta Nacional de Daño por Vacunas Infantiles de 1986 20— un patrón común de experiencia surge. Este proceso, repetido una y otra vez a lo largo de Estados Unidos, ha contribuido de forma significativa para impedir que se extinga el conflicto sobre la seguridad de las vacunas.

Las madres llaman al NVIC y cuentan como, luego de días de la vacunación, sus bebés tienen fiebre, gritan por horas, caen en un sueño profundo y se despiertan gritando otra vez; empiezan a tener espasmos o a mirar al espacio como si no pudieran ver ni escuchar nada; están cubiertos de sarpullido, se vuelven inquietos y agitados, o experimentan un cambio drástico en sus costumbres de alimentación o sueño.

Otras describen un decaimiento gradual de su salud, que incluye infecciones constantes de oído y del sistema respiratorio y la aparición de alergias, incluso asma; sarpullido inexplicable; sensibilidad reciente a comidas como la leche; diarrea persistente; perturbaciones del sueño que cambian de la noche al día y del día a la noche; pérdida de logros del desarrollo como la habilidad voltearse o sentarse; pérdida de habla, de contacto ocular y de habilidades de comunicación; aparecimiento de conductas extrañas o violentas que incluyen

hiperactividad, morder, golpear, aislarse y movimientos repetitivos como revoloteo de las manos, oscilaciones y golpearse la cabeza. Niños mayores y adultos se quejan de debilidad muscular, dolor articulares, jaqueca grave, fatiga que provoca incapacidad, pérdida de memoria o incapacidad de concentrarse y pensar claramente.

Dependiendo del niño y de las intervenciones terapéuticas específicas, hay una recuperación completa gradual o a la larga se diagnostica al niño con varios tipos enfermedades crónicas. Mi hijo empeoró después de su inyección de DTP, pero su deterioro se detuvo justo antes del autismo. ¿Por qué? No lo sé. El daño cerebral causado por las vacunas parece ir desde las formas más suaves como TDA o TDAH o discapacidades de aprendizaje a desórdenes de tipo autista y de convulsiones, a discapacidad mental grave, todo hasta la muerte. Dentro de este continuo, muchas veces junto con la disfunción cerebral, los daños van desde la disfunción del sistema inmune, el desarrollo de alergias y asma graves a desórdenes del intestino, artritis reumatoide y diabetes.

Vulnerabilidad genética y biológica

Muchos padres que contactan al NVIC informan que su hijo antes había tenido síntomas de una reacción a una vacuna que sus doctores dijeron no tener relación o importancia. Otros afirman que éste estaba enfermo al momento de la vacunación y que muchas veces estaba tomando antibióticos. Y otros cuentan historias familiares de fuertes desórdenes inmunológicos como enfermedades de la tiroides, lupus, artritis reumatoide y diabetes o alergias severas a la leche, polen, medicamentos y vacunas. Aún otros bebés, en particular los que mueren después de vacunarse, nacieron prematuros o en partos difíciles, tenían bajo peso o historias de problemas de salud antes de recibir las múltiples vacunas.

¿Cuántos niños han sido afectados?

¿Pero cuántos niños por año tienen estas reacciones? ¿En realidad solo uno de cada 110.000 o un millón queda permanentemente discapacitado después de la vacunación? Un antiguo comisionado de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), David Kessler, observó en 1993 que menos del 1 por ciento de los médicos informaron de eventos perjudiciales después del uso de fármacos con receta 21. Se estima que entre el 5 ó 10 por ciento de los médicos informa sobre hospitalizaciones, daños, muertes u otros problemas graves de salud ocurridos después de una vacunación. La Ley Nacional de Lesiones Infantiles por Vacunas de 1986 no incluyó ninguna sanción legal por no informar de las reacciones, por lo tanto, los médicos pueden negarse a hacerlo sin tener que enfrentar ninguna consecuencia.

Aún así, cada año se presentan al Sistema de Reporte de Eventos Adversos por Vacunación alrededor de 12.000 informes; tanto los médicos como los padres pueden hacer esos reportes 22. Sin embargo, si eso representa solo el 10 por ciento de lo que en verdad ocurre, entonces el número real podría ser de 120.000 eventos adversos. Si los médicos informan de estas reacciones con tan poca frecuencia como el doctor Kessler dice que lo hacen sobre las drogas recetadas, la cifra de 12.000 solo representa el 1 por ciento del total, entonces el número real podría ser 1,2 millones de eventos adversos a las vacunas cada año.

La más grande pregunta sin respuesta que sigue a cada lanzamiento de nuevas vacunas es: ¿la manipulación repetida

del sistema inmune con múltiples vacunas en los primeros tres años de vida, cuando los sistemas interrelacionados cerebral e inmunológico se desarrollan más rápidamente fuera del vientre, es un factor no reconocido en las epidemias de enfermedad y discapacidad crónicas que plagan a tantos niños hoy?

Un vacío de conocimiento científico

Cuando se analizan los posibles mecanismos biológicos de disfunción neuro-inmune inducidos por las vacunas, incluida la inflamación crónica, la imagen científica se complica por la presencia de componentes probablemente tóxicos añadidos a ellas como estabilizantes, conservantes y coadyuvantes. Éstos incluyen muchas substancias —metales pesados como mercurio y aluminio, levaduras, glutamato monosódico (GMS), formalina y antibióticos— que, junto con el ADN residual y la contaminación de agentes biológicos posiblemente agregados de substratos de células animales y humanas, tienen efectos biológicos desconocidos 23. Por ejemplo, el virus de mono SV40, que contaminó la vacuna oral contra la poliomielitis suministrada a los niños estadounidenses hasta 1999 (que todavía se utiliza en Ecuador, nota de la traducción), se encontró en niños y adultos que sufren de cáncer de hueso, cerebro y pulmón además de linfoma no-Hodgkin 24.

Nos falta mucho conocimiento científico básico sobre cómo las vacunas virales y bacteriales, suministradas en combinación, irrumpen las funciones cerebrales e inmunitarias del cuerpo humano en los niveles celular y molecular 2526. Los estudios hechos antes de otorgar la certificación que demuestra la seguridad de una vacuna nueva se basan en los resultados de suministrar la vacuna experimental, junto con otras vacunas, a muy pocos niños 27 y el seguimiento de los graves efectos post-vacunación está limitado a unos días o semanas 28. Por ejemplo, la vacuna contra la gripe que el CDC recomienda para todos los bebés sanos nunca ha sido estudiada cuando se combina con otras vacunas 29.

Además, nunca se han hecho estudios amplios y prospectivos a largo plazo comparando la salud de individuos altamente vacunados durante toda su vida con los que nunca lo han sido. Por eso, se desconocen las tasas originales de TDAH, de discapacidades cognitivas, de autismo, trastornos convulsivos, asma, diabetes, trastornos intestinales, artritis reumatoide y otras disfunciones del cerebro y del sistema inmune en una población genéticamente diversa y no vacunada.

Este vacío de conocimiento científico compromete gravemente las conclusiones estadísticas de cada estudio epidemiológico actual conducido por el gobierno y la industria para comprobar que las vacunas no causan enfermedades crónicas como el autismo. El informe del Instituto de Medicina difundido hace poco, que niega una relación causal entre el autismo y las vacunas y que pide poner fin a todas las investigaciones que las asocian, depende casi de forma exclusiva de estudios epidemiológicos 30. Para estimar la incidencia de la enfermedad en individuos vacunados, los investigadores que conducen estos estudios muchas veces usan historias clínicas antiguas para hacer sus análisis estadísticos. Pero la verdadera capacidad de una vacuna para causar afecciones crónicas no ha sido determinada con ningún grado de certeza porque casi no se han investigado los mecanismos biológicos involucrados en la disfunción cerebral y del sistema inmune provocados por éstas y, además, todos

los participantes en los estudios epidemiológicos han sido vacunados.

Es posible que, cuando todos los niños fueron expuestos solo a las vacunas de DTP y poliomielitis en los años sesenta, sólo se afectó a una porción minúscula de los genéticamente susceptibles. Pero con la adición de la inyección combinada de sarampión, paperas y rubéola (SPR) a la lista de vacunas rutinarias en 1979 y luego las de Hib, hepatitis B, varicela y neumococo a finales de los 80 y 90, muchas más personas de la población vulnerable se sumó al grupo de los que reaccionan mal a las vacunas.

El gobierno y la industria se niegan a investigar los factores genéticos y biológicos de alto riesgo de los males crónicos provocados por las vacunas. Pero varias investigaciones independientes se están realizando en el Instituto MIND de la Universidad UC Davis y otros investigadores no gubernamentales y no industriales alrededor del mundo. Sus resultados finalmente podrían confirmar que hay una interacción crítica entre la susceptibilidad genética de un niño a responder negativamente a la vacunación y a uno o más co-factores, como una enfermedad que coincide con la exposición a medicamentos u otras toxinas del ambiente dentro del vientre o después de nacer.

Inflamaciones complicadas

Sin embargo, los efectos dañinos de las vacunas en los niños genéticamente vulnerables son posiblemente solo una parte de la explicación de por qué hay una explosión de enfermedades crónicas en nuestra población, la más inmunizada en el mundo. La vacunación en masa con múltiples dosis a temprana edad nos ha quitado, de nuestra experiencia como humanos, la mayoría de las infecciones naturales. Esta intervención artificial solo lleva unos 50 años. Cuando se considera la evolución de los seres humanos y nuestro lugar en el orden natural, creado mucho tiempo antes de que Edward Jenner inventara la idea de la vacuna, medio siglo es muy poco tiempo.

Los humanos y microorganismos hemos coexistido por largo tiempo desde que habitamos la tierra y nuestro sistema inmune ha desarrollado una manera eficaz de enfrentar el desafío de los virus y bacterias. Cuando nos infectamos por microbios, parásitos o células cancerígenas, la primera defensa que genera el cuerpo es la celular, o “innata”, que inicia una respuesta inflamatoria y que luego ordena a la parte humoral, o “aprendida”, producir químicos y anticuerpos que resuelven la inflamación para permitir la curación.

“Los bebés nacen con un sistema inmune celular muy inmaduro,” dice el doctor Lawrence Palevsky, pediatra de Nueva York y co-fundador de la Asociación Pediátrica Integral. “Las enfermedades virales infecciosas de la niñez como sarampión, paperas y varicela inicialmente estimulan la parte celular del sistema inmune, que produce los síntomas inflamatorios —fiebre, enrojecimiento, hinchazón y mucosidad. Esta respuesta celular estimula la parte humoral de este sistema para producir antiinflamatorios y anticuerpos que ayudan a recuperarse de la enfermedad. Este proceso natural contribuye a madurar los sistemas celular y humoral. Una inmunidad sana y madura en un niño requiere un equilibrio de respuestas celulares y humorales.”

Palevsky confirma que la vacunación evita casi por completo la activación de la inmunidad celular para, en cambio,

estimular la humoral. “La vacunación no imita el proceso natural de una infección. Aunque las vacunas estimulan la producción de anticuerpos con el intento de inducir la inmunidad a la enfermedad de manera artificial, éstas pueden provocar una inflamación crónica porque alteran el equilibrio de las respuestas inmunológicas celulares y humorales, en especial en niños genéticamente predispuestos a condiciones inflamatorias como trastornos autoinmunes.”

El doctor Philip Incao, médico familiar holístico en Colorado, concuerda: “físicamente, la salud se trata de equilibrar respuestas agudas a una infección, las cuales estimulan un brazo del sistema inmune, y respuestas crónicas, que estimulan el otro brazo del sistema. La sobre utilización de vacunas para suprimir todas las inflamaciones agudas muy temprano en la vida pueden programar al sistema inmune para responder a futuras infecciones con el desarrollo de una enfermedad crónica más adelante.”

Regreso a la naturaleza: el cambio de paradigma

Se pueden entender las dudas sobre el uso de grandes cantidades de vacunas para suprimir o erradicar todas las enfermedades infecciosas cuando se ve tantos niños y adultos altamente vacunados padecer de enfermedades crónicas. Sin embargo, el desafío a nuestro sistema de vacunación masivo proviene también del movimiento de consumidores de servicios de salud que, teniendo un buen nivel de educación, buscan alejarse de una tecnología y de un modelo médico que muchos creen les ha fallado. Por intuición, las personas de muchos países técnicamente avanzados sospechan cada vez más no solo de la seguridad de las vacunas, sino también de las propiedades tóxicas y la sobre utilización de los medicamentos, de los riesgos de los exámenes médicos y de las cirugías invasivas.

Entre las diez causas más comunes de muerte en los Estados Unidos están las reacciones tóxicas a medicamentos correctamente recetados, que provocan más de 2 millones de enfermos cada año y causan la muerte a unas 106.000 personas más 31. El hecho de que los dentistas nos hayan llenado la boca con amalgamas de plata-mercurio y que los doctores hayan inyectado vacunas con mercurio en los cuerpos de nuestros hijos son dos ejemplos de por qué las personas empiezan a desconfiar de lo que los médicos y los funcionarios de salud pública les indican.

Una encuesta de 1998 reveló que 39 millones de estadounidenses hicieron más de 600 millones de visitas a médicos alternativos en 1997—más que a doctores de atención primaria 32. Cuando los seguros de salud no les reembolsaron los gastos, estos pacientes pagaron la mayoría de los 21.200 millones de dólares directamente de sus bolsillos movidos por un deseo de “prevenir enfermedades en el futuro” y “mantener la salud y la vitalidad”. Las profesiones médicas como la quiropráctica, naturopatía, homeopatía, acupuntura y otras modalidades que ofrecen una manera de mantener la salud sin drogas, se vuelven cada vez más populares mientras la gente se entera de que está más sana cuando ingiere menos medicamentos y vacunas.

Mientras un nuevo modelo de salud lucha por reemplazar al anterior que ha fallado a demasiados, una batalla inmensa tiene lugar en los consultorios de pediatras que enfrentan a padres con cada vez más una mejor educación y un pensamiento más independiente que demandan ser co- responsables en la toma de decisiones que afectan a sus hijos. En ningún momento esa batalla es más feroz que cuando un

padre enterado, que sabe más sobre los riesgos de las vacunas que el doctor, empieza a preguntar y demandar respuestas en vez de confiar de forma ciega y ofrecer a su niño a la inyección.

Los padres educados, cuando sospechan que sus hijos corren un riesgo genético de complicaciones, están desafiando la justificación utilitaria adoptada por los funcionarios de salud pública para defender la vacunación forzada. La idea de que es necesario vacunar a todos por el “bien mayor” y que es aceptable sacrificar a algunos niños por el bienestar de los demás, no nos simpatiza cuando estas políticas acaban señalando a los genéticamente vulnerables como prescindibles. El derecho a saber y la libertad de escoger estuvieron entre las razones por las que me junté a Kathi Williams y a otros padres de niños víctimas de las vacunas que hace 22 años lanzaron un movimiento organizado en pro de la seguridad de las vacunas y del consentimiento informado en este país. Sabía entonces que quería trabajar en fortalecer a otras madres para que defiendan el derecho a tomar decisiones informadas y voluntarias sobre la vacunación de los hijos a los que queremos más de lo que creíamos posible.

Cuando llega el trabajo complejo de criar a un niño en el día a día, nosotras las madres estamos en la vanguardia. Pero cuando entramos al mundo muchas veces paternalista de la ciencia y la medicina, nos hacen sentir como si no tuviéramos suficiente inteligencia, educación o racionalidad para tomar buenas decisiones sobre lo que es mejor para la salud y bienestar de nuestros hijos. En los consultorios de los pediatras, en las clínicas y en los corredores de los hospitales es donde nos condicionan más para sentirnos incapaces e impotentes de hacer otra cosa de lo que nos mandan.

En realidad, somos más que capaces de usar nuestra inteligencia, corazón e intuición materna para saber la verdad y tomar decisiones informadas sobre cualquier intervención médica que conlleve un riesgo de daño o muerte para nuestros niños. Nadie tiene más derecho de hacer esto que nosotras, las que damos vida, las que defendemos la vida, las que cuidamos más del bienestar de nuestros hijos.

Cuando usted haya juntado toda la información que pueda sobre las enfermedades infecciosas y las vacunas y haya conversado con uno o más profesionales de la salud, usted sabrá qué hacer. Si ya ha tomado una decisión sobre la vacunación de su hijo, no se cuestione sobre ella. Habrá decidido en base a la conciencia y a la buena educación y, sin importar lo que pase, usted habrá sido la mejor mamá posible. Como madres, es todo lo que podemos hacer.

NOTAS

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  2. California Department of Developmental Services, 2003 DDS Autism Report, www.dds.ca.gov.
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  5. D. M. Mannino et al., “Surveillance for Asthma: United States, 1960–1995,” Centers for Disease Control and Prevention Morbidity and Mortality Weekly Report 47, no. SS-1 (14 abril 1998).
  6. Ver nota 3.
  7. Ver nota 4.
  8. Centers for Disease Control and Prevention, “National Diabetes Fact Sheet” (2003).
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*Barbara Loe Fisher es cofundadora y presidenta delCentro de Información Nacional de Vacunas (NVIC, por sus siglas en inglés). Es co-atora del libro DTP: un disparo en la oscuridad,publicado en 1985, y editora del boletín The Vaccine Reaction. Ha sido parte del Comité Asesor Nacional en Vacunas (1988–1992), del Foro de Seguridad en Vacunas del Instituto de Medicina (1995–1998) y del Comité Asesor en Vacunas y Productos Biológicos Relacionados de la FDA (1999–2003).
 

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